
Guadalupe nunca pudo hacer pan en su casa, el agrio aroma de la levadura rasgaba costras en su memoria.
Los domingos en la tarde, los panaderos freían grasa en enormes pailas saturando el aire con olores penetrantes y rancios.
Ella abortó en cuclillas en el cuarto de la espuma, escuchando el burbujear de la levadura en las piletas donde bullían los fermentos.
Al salir, cruzó frente a los hombres, como un pálido fantasma, iba erguida, apretando los puños, temblando después de vaciarse en medio de un relámpago que le trisó las caderas, sosteniendo el dolor que le había abierto las rodillas, como si desde adentro algo tratara de separar sus huesos.
Antes de encerrarse en su cuarto, divisó a las mujeres de la casa marchando en romería camino de la iglesia para asistir a la Misa del Gallo.
Guadalupe nunca pudo hacer el pan en su casa; tampoco consiguió volver a freír tocino.
Durante un año, estuvo comiendo a puñados polvo de ladrillos, el tiempo de adviento no existió nunca más para ella en su calendario, jamás entonó una nana y detestó por siempre a los hombres de ojos claros.